Los malos anuncios son tan antiguos como la propia publicidad

Federico Weidemann Sin categorizar

Una de las quejas habituales que se escuchan y se emiten contra los anuncios en los últimos tiempos es que la publicidad es de mala calidad, o que se ha perdido en calidad. Internet está lleno de anuncios malos, de publicidad que no solo no tiene calidad, sino que además ofrece promesas difícilmente cumplibles. Google clama al cielo y prohíbe cada año muchísimos anuncios, con unas líneas muy claras de lo que considera malos anuncios, y hay no pocos analistas y críticos que hablan de cómo el cruzarse con anuncios sobre cosas variopintas y cuestionables hace que la publicidad en internet haya perdido credibilidad.

Pero lo cierto es que la mala publicidad, como la buena, no es algo que haya nacido ni ayer ni antes de ayer. De hecho, es más que probable que sea tan antigua como la propia publicidad y que, justo desde el primer momento en el que se empezaron a usar los anuncios, estos se llenasen de reclamos de difícil naturaleza ética o moral. Desde el principio, todo estaba lleno de anuncios de productos cuestionables y de anuncios por tanto igualmente cuestionables.

Solo hay que abrir un periódico o una revista de cualquier época del pasado para verlo. Si nos remontamos cien años y se abren las primeras revistas ilustradas españolas, esos anuncios de productos con calidades y naturalezas que hoy Google no aprobaría estaban ya allí.

Elixires, tónicos y adivinadores

Cojamos el primer número, que apareció en 1928, de Estampa, una de las dos revistas ilustradas más distribuidas y leídas de finales de los años 20 y de los años de la II República en España. No hace falta esforzarse mucho para encontrar anuncios de elixires casi milagrosos y hasta un anuncio a toda página de Las Veinte Curas Vegetales del Abate Hamon, una especie de píldoras mágicas que curaban desde la anemia hasta la diabetes, las úlceras, la obesidad, las lombrices, la «supresión de las reglas» (y aquí solo hay que leer entre líneas…) a la tuberculosis.

Y esos solo eran algunos de los anuncios de ese primer número de la revista, que convivían con los de chocolate, depilación eléctrica y un «alcoholato» que evitará que se caiga el pelo. En otros números, no era nada difícil tropezar con anuncios de adivinos, que son de hecho un must de las publicaciones de esa época. El mande no cuantos sellos a tal dirección para saber su futuro es un anuncio recurrente, posiblemente porque en esa época los adivinos y las sesiones eran también algo muy de moda.

Incluso si se va diez o quince años atrás se puede encontrar algo similar y se pueden localizar anuncios semejantes. El primer número de otra revista muy influyente en la época, La Esfera, de 1914, es parco en anuncios y solo hay uno de roscones y otro de Petróleo Gal, que promete hacer que deje de caer el pelo. Si saltamos un par de meses, hay un cinturón eléctrico que lo salvará todo y que hará a uno (no a una) mucho más fuerte y viril.

Los orígenes de la publicidad moderna, de los anuncios tal y como hoy los conocemos, se fijan en el siglo XIX, que es cuando se considera que empezó el consumo de masas, pero lo cierto es que incluso antes de tener anuncios como hoy los conocemos ya se podían encontrar mensajes bastante dudosos de productos igualmente dudosos en los medios de comunicación. En 1802, en Diario de Madrid (una suerte de periódico-batiburrillo lleno de avisos), se pueden encontrar avisos de que ya se puede comprar el Agua Argentina. El agua, bastante cara, servía para «hermosear y conservar el cutis siempre fresco, suave y liso».

Publicar todo, el dinero manda

En un artículo de 1868, con esa prosa tan rebuscada de los periódicos del pasado, ya se hace una crítica en un artículo a aquellos que publican cualquier cosa con tal de que se les pague. Y en un breve sobre Barcelona en un periódico de 1912 se lee que: «El gobernador ha reunido a los delegados de la Policía, ordenándoles impidan el funcionamiento de tómbolas, rifas y la exhibición de anuncios deshonestos. También les ordenó eviten ciertos espectáculos que se producen en los cafés servidos por camareras».

La publicidad fue una de las primeras maneras de rentabilizar los periódicos, que no eran empresas rentables y sostenibles por ellas mismas tampoco a finales del XIX y a principios del XX. De hecho, en uno de los discursos de uno de esos primeros fundadores de la prensa moderna, se puede encontrar un alegato en defensa de los anuncios, que considera que son lo que les permitirá encontrar una manera de sostener a los medios y de encontrar una fuente de ingresos. La publicidad es por tanto muy importante.

En Cómo se administra un gran diario, de Enrique Mariné, publicado en 1929, no solo se comenta la importancia de la publicidad, sino también el hecho de que hay una «despreocupación» que lleva a que los periódicos admitan «cualquier orden de publicidad». La prensa declina la responsabilidad de lo que se anuncia, explica, y los anuncios entran, aunque sean poco morales o de empresas cuestionables.

Rechazarlos, reconoce, implica perder dinero (otros aceptarán esos anuncios) pero también ayuda a tener «una clientela seria» y a ganar seriedad. «A ningún industrial le conviene la publicidad de sus productos al lado del anuncio de un prestamista usurario o de una señorita que pide un protector para lunes, miércoles y viernes, del mismo modo que en la sociedad rehuimos el trato con esa clase de personas», sentencia.

Hay que tener escrúpulos, decía ya entonces, y reconocía que, aunque los estudios (que ya los había) decía que los responsables de diarios tenían (en teoría) mecanismos para frenar que esos anunciantes sigan apareciendo, «los reclamos farmacéuticos, los anuncios de adivinadores, de sugestivos negocios financieros siguen llenando las columnas de la mayoría de los periódicos».

Source: Puro Marketing