Una de las cuestiones que resultan decisivas a la hora de comprar un producto o no para los consumidores es el precio. Muchos consumidores determinan si se hacen o no con algo que quieren por lo que esto cuesta y también muchas veces ver la cantidad asociada al mismo es la que acaba cerrando la compra. Es lo que ocurre con los llamados precios psicológicos, que hacen que los consumidores compren más cosas echando mano de cuestiones como hacer parecer al precio más pequeño o jugar con cómo vemos la suma del mismo.
Los precios psicológicos son una de las herramientas que más efecto tienen a la hora de llenar el carrito, como puede comprobar cualquiera dándose un paseo por el supermercado o participando en un día de rebajas, pero no son los únicos elementos con los que las marcas pueden jugar en lo que a precios se refiere a la hora de establecer una estrategia de conexión con el consumidor. Los precios pueden tener un impacto aún mayor, al igual que la percepción que los consumidores tienen de los mismos puede verse afectada por muchas más cuestiones.
El cómo se ve lo que cuesta o no un producto es, en realidad, algo que está muy marcado por las emociones y por elementos completamente subjetivos. Puede parecer que no hay nada más racional que un precio, ya que al fin y al cabo estamos hablando de números y de cuestiones eminentemente tangibles, pero en realidad la cuestión es irracional y subjetiva en lo que a percepción de la misma se refiere. Es decir, por mucho que el consumidor esté ante números y ante decisiones que están muchas veces marcadas por cuestiones completamente racionales (el dinero que uno tiene en el bolsillo no cambia gracias a lo que uno siente?) la decisión final de hacerse o no con un producto, especialmente en algunos mercados y en algunos segmentos concretos del consumo, sí está totalmente marcada por cuestiones completamente irracionales. El consumidor se deja llevar por las emociones.
Y esas emociones tienen que convertirse en aliadas de las marcas o al menos estas tienen que tenerlas en cuenta si quieren lograr los mejores resultados y las mejores cifras de venta. A la hora de determinar cuál debe ser el precio de un producto y a la hora de conectar mejor y más eficientemente con un consumidor, las marcas tienen que tener muy en cuenta las emociones que este sentirá cuando se enfrente al producto. El precio tiene que tener, por tanto, un cariz emocional.
Así lo acaba de demostrar un estudio realizado por expertos de la MIT Sloan School of Management: las compañías tienen que ser mucho más conscientes de las emociones a las que se enfrentará el consumidor cuando compra, ya que de este modo conseguirán ser mucho más eficientes a la hora de posicionar precios y productos. Tanto es así, de hecho, que según sus estimaciones, algunos retailers lograrían subir entre un 7 y un 10% sus beneficios si tuviesen en cuenta la cuestión emocional a la hora de establecer sus precios y su estrategia de venta.
Las emociones que dominan a la hora de ver los precios
¿Tienen que tener en cuenta todas las posibles emociones y todas las potenciales reacciones las marcas cuando establecen sus precios? En realidad, tampoco es exactamente eso. Los vendedores tienen que descubrir cuáles son las emociones clave de sus consumidores a la hora de establecer sus rutinas de compra y establecer cómo pueden afectar más acorde a los intereses de la marca a los procesos de compra.
Por ejemplo, uno de los sentimientos más poderosos en lo que a emociones de consumo se refiere es el de los remordimientos. Muchos consumidores se enfrentan a ellos cuando compran. ¿Hacerse ahora con el producto o esperar a que sea más barato en una rebaja posterior y lamentarse después de que se haya agotado? Ciertos consumidores comprarán directamente y otros preferirán arriesgarse. Los retailers tienen que ser capaces de descubrir cuál es la emoción dominante en sus compradores.
Dos son de hecho las emociones dominantes en los procesos de compra. Por un lado, está la cuestión de los remordimientos. Por el otro, está los sentimientos que genera el si el producto estará o no disponible en el futuro. Curiosamente, este último punto genera una especie de tensión dramática: los consumidores tienden a pensar que las cosas se agotarán mucho antes de lo que lo harán realmente.
«Los humanos no son buenos a la hora de gestionar las incertezas», apunta a Phys Karen Zheng, una de las responsables del estudio. Las marcas y los vendedores tienen que tenerlo claro y tienen por tanto que jugar con las emociones asociadas a las mismas a la hora de crear una lista de precios y a la hora de escoger cómo venderán el producto.
De hecho, y aunque pueda parecer de entrada la mejor estrategia, en algunos terrenos no funciona exactamente bien lo de apostar siempre por los precios bajos. Ocurre por ejemplo en el mundo de la moda, donde lo que funciona es el temor a llegar demasiado tarde a comprar el producto. La de los precios más bajos posibles fue la estrategia que siguió en 2012 JCPenney, la tienda estadounidense de ropa, frente a su competidor, Macy’s, que optó por crear rebajas esporádicas. Los primeros se vieron rápidamente arrastrados a una debacle en sus resultados. ¿Por qué no funcionó? La estrategia de JCPenney cambió el equilibrio de las emociones a la hora de comprar y empezó a atraer a consumidores obsesionados con el precio y preocupados por el mismo. Este desequilibrio en las emociones hizo que se rompiese el elemento motivador de compra que dominaba hasta entonces (y con el que Macy’s siguió jugando), el de ‘menos mal que lo compré entonces’ y dañó sus resultados.